Durante mis dos primeros años en el Reino Unido mi trayecto diario al trabajo en Londres era en tren, en una línea ferroviaria que cruza la ciudad de norte a sur y con paradas en las céntricas zonas de la capital británica que mueven el capital. Yo me subía en St Albans, una ciudad pequeña a medio camino entre Londres y Luton, y me bajaba en Farringdon.
Era un trayecto relativamente corto (menos de 40 minutos), pero muy demandado (no recuerdo haber podido sentarme ni diez veces en dos años) y caro (en 2012 el billete me costaba 298 £ al mes). No era un trayecto que alguien con sueldo bajo pudiera permitirse pagar durante mucho tiempo (yo no podía permitirme pagar también el metro) y se notaba en el perfil general de los pasajeros: hombres mayoritariamente blancos, trajeados y con maletín. También veía a alguna que otra mujer, pero ocurría tan de vez en cuando, que me llamaba la atención. La mayoría (absoluta) eran hombres. Hombres pudientes con zapatos lustrosos y relojes de diseño; hombres estresados ya desde por la mañana temprano que corrían y empujaban en el andén para coger sitio; hombres que se pasaban el trayecto haciendo llamadas, trabajando, leyendo el periódico de otro por encima del hombro e intentando evitar el contacto visual con el resto.
En ese perfil mayoritario de pasajeros de mi tren había otro perfil, espero que minoritario, en el que encaja el protagonista de mi anécdota de hoy. Lo llamaré homo anglicus superbus, el inglés que se cree con derecho a cosas; en este caso concreto, con derecho a exigir a los demás hablar un inglés impecable.
Creo que era viernes. Volvía a casa después del trabajo en un vagón abarrotado, como de costumbre. En alguna parada que no recuerdo se montó una pareja extranjera de mediana edad. Ambos llevaban maletas grandes y parecían muy estresados. No quedaba demasiado espacio libre en el vagón y estaban los dos de pie junto a la puerta, mirando alrededor, quizá en busca de un letrero que les confirmara que iban en la dirección correcta.
El señor extranjero hizo contacto visual con un hombre inglés alto, de unos cuarenta y largos, trajeado y con maletín que estaba de pie junto a él y en un inglés rudimentario le dijo «Quick train? This quick train?».
El inglés trajeado no podía creer lo que oía, a juzgar por cómo abría los ojos y subía las cejas a la vez que movía la cabeza ligeramente hacia atrás (combinación superbritánica de gestos de flipar mucho, de cómo se atreve usted a hablarme así). Se encogió de hombros y le espetó al señor extranjero «I don’t understand what you are saying». Que no le entendía.
El señor extranjero estaba cada vez más agobiado y repetía «Quick train? This quick train?» una y otra vez mientras gesticulaba con las manos, frustrado. Y el inglés trajeado repetía que no le entendía. En otras circunstancias es muy probable que si dices «Quick train? This quick train?» a un británico no sepa qué quieres decir, pero aquella situación daba suficientes pistas para entender a aquel señor haciendo un esfuerzo mental mínimo:
1. Pareja extranjera sin inglés + muchas maletas = turistas
2. Línea de tren dirección norte con parada en el aeropuerto de Luton = estos señores quieren ir al aeropuerto
3. El agobio tan grande que tenían = prisa por coger un vuelo
4. Quick train no es inglés correcto, pero pensando un poco, quick = fast. Los usuarios de esa línea sabíamos que había trayectos directos al aeropuerto y otros con bastantes paradas que tardan más. Quick train = tren directo.
Por lo tanto: turistas + quieren ir al aeropuerto + prisas + tren directo = el señor quiere saber si se ha montado en el tren directo al aeropuerto de Luton.
El inglés trajeado tenía cara de cabreado y ofendido. Me costaba aceptar que de verdad no entendía y parecía más bien que le estaba dando un zasca al pobre señor, muy a la británica*, eso sí, muy «si no me preguntas bien y de forma educada, no te lo digo». (Excuse me, is this the direct train service to Luton airport?).
La señora extranjera, nerviosa, le decía cosas al señor extranjero, aún más nervioso. Y nerviosa estaba yo mirando la escena, pensando en que mis padres bien podrían verse en una situación similar y tener la mala pata de preguntar a un homo anglicus superbus, así que interrumpí: «Yes, quick train to Luton airport». Al señor extranjero le cambió la expresión y respiró aliviado. «Thank you! Thank you!»
Miré al inglés trajeado con cara de «ya te vale» y apartó la mirada, el tío, con gesto arrogante.
Excuse me?
*Con la expresión «a la británica» me refiero a decir cosas de ese modo indirecto y característicamente británico que sigue las reglas no escritas de lo que en el Reino Unido se considera respetuoso y correcto o polite.
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Irene Corchado Resmella
Traductora jurada y jurídica de inglés (ICR Translations) especializada en derecho de sucesiones de Inglaterra y Gales, España y Escocia. Autónoma. Residente en el Reino Unido desde 2011 (Edimburgo < Oxford < Londres < St Albans). Casada con escocés. En Instagram: @curiolancer.