Diario de Siberia I: Yakutsk, o la Siberia más remota

Escrito por Irene Corchado

13/07/2017

El sitio que me había empeñado en visitar y que dio pie a organizar nuestra aventura rusa es la primera parada del viaje. La capital de Sajá-Yakutia es una ciudad remota del norte de Siberia situada a seis horas y media en avión de Moscú en la zona habitada más fría del mundo; como comprobamos después, Yakutsk es, paradójicamente, el lugar más caluroso de todos a los que vamos.

A continuación comparto nuestras impresiones en forma de diario de viaje.

Día 1

La última hora del vuelo desde Moscú es algo movidita. Quiero llegar ya. Cuando el avión comienza a descender puedo ver el paisaje llano y salpicado de pequeños lagos característico de Yakutia y me invade la emoción. El aterrizaje es de los que dejan secuelas. Al salir del avión miro alrededor. Tengo la sensación de haber aterrizado en un descampado. Veo alguna torre y edificios destartalados, pero, sobre todo, descampado.

El autobús número 4 es raro. No es un autobús urbano grande y corriente, ni tampoco una marshrutka, una de esas furgonetas particulares que hacen rutas asignadas. Es un autobús pequeño, viejísimo, al que le falta un trozo de chapa, con asientos cubiertos de telas. Pago por adelantado, como en Inglaterra, pero luego me doy cuenta de que la gente paga al bajarse. Hace un calor pegajoso y no paro de sudar con las dos mochilas. El autobús hace unos ruidos espantosos y temo que nos deje tirados en medio de la carretera, aunque siempre consigue arrancar en los semáforos. Por el altavoz escucho el nombre de las paradas en ruso y en yakuto, que oigo por primera vez. No se parece a ningún idioma que conozco. Si el inglés suena para los que no lo hablan como una sucesión de «guachu guachu», el yakuto suena como una sucesión de «tantarantán».

Irina, la dueña del piso donde nos vamos a alojar durante los próximos cuatro días, nos recoge en la parada de la plaza de Lenin y viene con su hija, que habla algo de inglés y el año pasado estuvo tres semanas en Londres haciendo un curso. Responde Здорово («guay» o «mola») con una sonrisa cuando le digo que soy española. Irina me halaga con sus comentarios sobre mi ruso: «hablas bien y muy claro, casi sin acento alguno».

El piso* está en un bloque al que parece faltar un metro de hormigón. Entre el suelo y el primer piso (en Rusia no hay piso bajo, sino que al bajo se le llama primero, al primero segundo, etc.) hay un hueco de más de un metro y se ven columnas de hormigón. Entonces miro alrededor y me doy cuenta de que todos los edificios son iguales, solo que la mayoría cubre el hueco con chapa. Las tuberías principales van por fuera y no rozan el suelo, sino que van en paralelo a los bloques y recubiertas de material aislante; algunas incluso atraviesan la calle a unos tres metros de altura, cual puente elevado.

Subimos a nuestro hogar temporal yakuto, un asadero sin aire acondicionado y claramente construido para el frío. Al menos hay un ventilador y el wifi va muy bien. Nuestro cuarto tiene un reloj del Big Ben y me pregunto si lo habrá traído la hija de Irina de su viaje a Londres.

La diferencia horaria entre Moscú y Yakutsk es de seis horas, y se nota en el cuerpo. Mañana será un día intenso en el festival Ysyakh, así que hoy no tenemos muchos planes; simplemente ducharnos, dar una vuelta por los alrededores, cenar y descansar. La primera impresión es que los edificios son todos distintos y parece que los han construido sin ton ni son. Desde luego, armonía arquitectónica aquí no hay. Cuando llegamos a la plaza de Lenin seguimos caminando por la calle de Kirov y vemos un bonito edificio de madera con torres que da entrada a un aparcamiento y delante del cual hay tres señores mayores montando un puesto para vender algo. Al final de la calle hay una sencilla iglesia ortodoxa con cúpulas doradas que relumbran al sol.

La plaza de Lenin es una de las principales de Yakutsk y está a rebosar de familias y adolescentes. Hay niños bañándose en la fuente con ropa y todo. No los culpo. Hace un calor desagradable. Los padres no les dicen nada. También hay dos castillos flotantes y una furgoneta vendiendo helados que lleva en el techo a modo de decoración un helado de cucurucho gigante derretido.

Me sorprende no ver tiendas en las calles, pero sí muchos centros comerciales. Entramos en uno de ellos y cenamos en el único local que tiene aire acondicionado, aunque el sitio en sí no sea gran cosa (prioridades). No se ve a ningún extranjero, al menos occidental, en ningún sitio; tampoco hay oficinas de turismo, ni centros de información, ni carteles en inglés. Nada nadita. Y me encanta.

Antes de volver al piso entramos en una óptica a comprar unas gafas de sol para mi novio, que las ha olvidado en casa. Las mujeres de la óptica nos observan con una mezcla de curiosidad y tensión mientras buscamos gafas («¡guiris en mi tienda!»), pero luego relajan el semblante cuando vamos a pagar y les hablo en ruso. Yakutsk no es un sitio en el que uno pueda desenvolverse en otro idioma.

Día 4

Levantarnos reventados se ha convertido en una rutina, a pesar de dormir más de ocho horas. Nos han picado tantos mosquitos que anoche decidimos cerrar la ventana y encender el ventilador, que no consigue refrescarnos del todo, la verdad.

Tengo tres museos apuntados en mi lista de cosas que hacer, pero, siendo realistas, no tenemos tiempo de verlos todos. No hemos llamado al Instituto de Permafrost para concertar una visita con antelación y está bastante lejos, por lo que queda descartado.

Cogemos la calle de Lenin abajo rumbo al Museo del Mamut, el único en el mundo. Hace 31 grados, las calles son muy anchas, los bloques están separados unos de otros y hay poca sombra. Llegamos a una plaza dominada por un enorme edificio gris, en cuya fachada cuelgan las banderas rusa y yakuta. Al acercarnos puedo leer que se trata de la delegación yakuta del Ministerio de Agricultura de la Federación Rusa. Hay algún tipo de celebración o visita oficial, porque en la plaza hay pilas y pilas de flores, listas para ser colocadas. En la acera de enfrente hay dos hileras de piedras con pequeñas placas y gente mirando a la entrada de un edificio. Al ver el cartel de la puerta me doy cuenta de que es el Museo de Geología.

A los pocos minutos llegamos a un puente, con un pequeño lago y una fuente, junto a un cine algo cochambroso y una discoteca con pinta de poligonera. En esta zona están construyendo un montón de pisos, con fachadas de esas especies de azulejos metálicos tan típicas en Siberia. Después el paisaje se vuelve cada vez más asolado: un taller mecánico, un puesto de comida en el medio de la nada, calles de tierra que parecen salidas de una película estadounidense sobre drogas o crimen en algún país centroamericano… Hay casas de una sola planta con tejado de chapa, ventanas rotas, verjas rotas, arbustos y matojos de metro y medio y cables de la luz que cruzan la calle en batiburrillo cual montón de cables de auriculares que siempre se lían.

Entramos en el edificio principal de la universidad, donde creemos que se encuentra el museo, pero el museo no está allí. Me dicen «hay que salir, andar un trozo y enseguida lo ves. Es un edificio más pequeño». Hacemos lo propio y entramos en el segundo bloque nada más salir, pero allí tampoco es, así que damos la vuelta y entonces lo vemos. La señora de recepción nos da malas noticias: el museo está cerrado hoy y mañana. Nos pregunta si vamos a estar aquí pasado mañana y se queda con cara de pena cuando le decimos que no. Como hay otro museo dentro (el Museo Arqueológico), compramos entradas y lo vemos sin prisas.

Tras callejear un poco buscamos un sitio para comer y acabamos en una pizzería algo extraña en la zona universitaria. Tiene una especie de recepción donde nadie te recibe y hay menús en las mesas, pero nadie viene a tomar nota. Al final del local, que no tiene aire acondicionado, está la cocina y una barra tipo bufé, donde está la cajera. Pedimos una pizza Margarita para compartir (para evitar carnes y salamis, porque llevo días con el estómago revuelto) que viene con eneldo, como toda la comida rusa, y que se deja comer. Volvemos a la calle de Lenin hasta la plaza y tomamos un desvío, por cambiar, y nos dirigimos al Museo de Historia y Cultura de los Pueblos del Norte.

El museo está bien escondido y no exactamente en la dirección que le corresponde, pero un cartel a pocos metros nos pone en el rumbo correcto. Se encuentra en una especie de plazoleta-descampado con acceso para vehículos y una réplica de casa rural tradicional de invierno fuera. El museo es bastante completo y tiene varias plantas. Hay una sección de animales disecados (al menos las vacas son disecadas de verdad, porque se nota a leguas el sitio exacto en el cuello donde les dieron el tajo. Las costuras son enormes). En el área etnográfica se explican los diferentes pueblos que habitan la República de Sajá-Yakutia. También hay salas dedicadas a la historia de los yakutos, la llegada de los rusos, el papel de Yakutia en la Segunda Guerra Mundial, el deporte, la costura y las artes, además de una sala dedicada a la simbología de la figura de Lenin.

Pasamos el resto de la tarde callejeando, tomando algo fresquito en una cafetería donde hay dos extranjeros y descansando en el piso antes de ponernos a hacer de nuevo el equipaje y coger el autobús al aeropuerto.

El aeropuerto de Yakutsk es tan pequeño que solo tiene cuatro puertas de embarque. Aparte de un vuelo a Pukhet y alguno a China, los demás son nacionales: uno a Moscú y el resto a Siberia; la mayoría de ellos son vuelos regionales dentro de Yakutia a sitios de 9000 y 10 000 habitantes en aviones mayorcitos con pinta de necesitar una jubilación anticipada.

En el control de seguridad hay dos mujeres. La cara de una de ellas es todo un poema cuando ve acercarse a R («Joder, un guiri. ¡Lo que me faltaba!»). Hay tres personas en el control de seguridad y no hay prisa ninguna, vaya. Le empieza a decir cosas a R en ruso y él pone cara de póker. Yo aún estoy mostrando el pasaporte fuera y cuando entro le digo que R no entiende ruso. Como la mujer tiene pocas ganas de trabajar, dice que vale, que pase y ya está. R le cuenta la anécdota a todo el mundo y se acordará de la cara de la mujer toda la vida. Esta señora y otra chica en una minitienda han sido las dos únicas personas antipáticas que nos hemos encontrado en Yakutsk.

Una vez pasado el control de seguridad no hay nada, solo dos máquinas expendedoras. Son casi las doce de la noche y Suena Hit the road Jack en bucle durante más de una hora.

Subimos al avión. Próxima parada: ¡Vladivostok!

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Irene Corchado Resmella

Irene Corchado Resmella

Traductora jurada y jurídica de inglés (ICR Translations) especializada en derecho de sucesiones de Inglaterra y Gales, España y Escocia. Autónoma. Residente en el Reino Unido desde 2011 (Edimburgo < Oxford < Londres < St Albans). Casada con escocés. En Instagram: @curiolancer.

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